martes, noviembre 14, 2006

CULTURA II: Consumo, luego existo
















Ciudadanía Consumista


-Son zapatos americanos.
-Para aplastar a
vietnamitas.
-Y a sudamericanos.

(Diálogo de la película:
Dos o tres cosas que sé de
ella
de
Jean Luc
Godard, 1967)


El ejercicio del sufragio popular, en las elecciones presidenciales de las democracias “globalizadas”, se puede afirmar que constituye ya, una manera “clásica” de ejercer nuestra ciudadanía. El “ciudadano” del siglo XXI, no sólo asume su ciudadanía a la hora de elegir al presidente de su país, sino que también se identifica con su condición de ciudadano, al momento de hacer las compras en el supermercado, cuando va al cine o escoge una película de televisión por cable, navega en Internet, consume en el McDonald’s, adquiere el último modelo de telefonía celular o simplemente deambula por los pasillos de cualquier centro comercial de moda:

No fueron tanto las revoluciones sociales, ni el estudio de las culturas populares, ni la sensibilidad excepcional de algunos movimientos alternativos en la política y en el arte, como el crecimiento vertiginoso de las tecnologías audiovisuales de comunicación lo que volvió patente lo público y el ejercicio de la ciudadanía. Pero estos medios electrónicos que hicieron irrumpir a las masas populares en la esfera pública fueron desplazando el desempeño ciudadano hacia las prácticas del consumo.[1]

A partir de los años noventa, después de la caída del bloque soviético y con el acelerado afianzamiento del estilo de vida consumista, impulsado este último, por el gran desarrollo tecnológico de los medios de comunicación masiva, el mundo comienza a ser “controlado culturalmente”, desde la cultura de masas. El creciente predominio de la cultura masiva, ha transformado tanto nuestro escenario sociocultural, que hemos empezado a describirlo en términos de globalización, mundialización, postmodernidad o transmodernidad. El poder político y, los gobiernos democráticos, no han escapado de esta “revolución cultural” y, también la esfera pública ha sido erosionada y transformada por esta “lógica del mercado”. Sin embargo, aunque el “hombre-masa” se “sienta” igual de “ciudadano” al momento de elegir la marca de su champú que participando en las elecciones presidenciales de su país, consideramos que el “consumo” no puede convertirse en un único elemento condicionante del ejercicio de nuestra ciudadanía.
La práctica del consumo hace que nos identifiquemos no sólo de manera material sino también de forma ideológica, tanto con el objeto de consumo como con los demás consumidores, usuarios y públicos que comparten los mismos bienes materiales y culturales. Esto ha generado un tipo de cultura, un tipo de persona, que tiene una forma particular de desenvolverse públicamente, porque interpreta su participación pública, o su papel de “ciudadano”, en la medida que le es posible adquirir, consumir, apropiarse y disfrutar, de los productos y servicios existentes en el mercado mundial. Esta “cultura consumista” y “ciudadanía consumista” ha sido impulsada desde luego, por el gran poder ideológico que los medios de comunicación han ejercido sobre los habitantes de las “sociedades globalizadas”. Pero no sólo el “ciudadano consumista” ha interpretado la “participación social” como la posibilidad de acceder al consumo y uso de bienes industriales tangibles e intangibles, sino que esta “percepción mercantilista” de la realidad, involucra una nueva manera de concebirse así mismo y a los otros que le rodean:

Nos hemos convertido como diría Néstor García Canclini en “comunidades de consumidores”, donde toda manifestación del ser humano, hasta nuestras más íntimas emociones, son objeto de consumo (Kizer, 1999). Se consume todo: el afecto, el placer, el miedo, el sexo, el amor, el dolor, etc. Y este consumo se hace por supuesto, a través de la apropiación de la imagen del objeto deseado. Nuestra realidad mediatizada, es un mundo dominado por la imagen, donde esta última, ha suplantado casi por completo al “sujeto físico”. El referente o símbolo del sujeto, se hace tan o más importante que el sujeto mismo. Hoy día, somos capaces de experimentar más compasión por un personaje de una película, que por un niño de la calle que solicita nuestra ayuda. Este ejemplo podría ser cuestionado moralmente, pero la realidad, es que actuamos cotidianamente de tal forma y sin ningún tipo de cuestionamiento ético, porque no tomamos en cuenta, la relación real que se establece entre el niño de la calle y nosotros. En este sentido, el niño es la víctima por su condición de niño (dependiente y débil ante el adulto) y por su situación de abandono. Sin embargo, la imagen tan violenta y negativa que normalmente tenemos del niño de la calle, nos hace percibirlo como un victimario y nosotros asumimos inmediatamente la posición de víctima (Elba Poleo, 2004).

No me cabe la menor duda de que el personaje de la película de Mike Leigh, excluido como está de toda la riqueza y diversidad cultural reservada a los que tienen dinero para consumir (en una escena reveladora, John, que ha tenido una buena educación y es un muchacho inteligente, aprovecha un descuido de alguien para robarle un par de libros) ha perdido el “sentido de la vida”. Pero lo que se ha desdibujado para John no es sólo el sentido de su vida, sino el rostro del otro, el rostro humano. No sólo se encuentra en un mundo donde toda idea de realización y felicidad se encuentra reservada para otros, sino que no puede formular una noción de felicidad personal articulada con sus semejantes
(Luz Marina Barreto, 1998).

Esta nueva manera de interpretar al sujeto (Poleo, 2004), también se aprecia en el gran éxito y la popularidad alcanzada por los reality show, dentro de las audiencias de los países globalizados, donde los individuos que participan dentro de estos programas de “televisión real”, son completamente despojados de su dignidad y condición humana, al ser tratados como objetos de marketing, y ser calificados con relación a cifras de rating, haciendo de su vida un chiste mediático (Poleo, 2004). Y la otra persona, el espectador que contempla dichos programas de “televisión real”, se convierte en una especie de "caníbal mediático" al engullir al otro ser humano como si fuera una especie de "snack". La conclusión a la que se llega, es que esta “lógica del consumo” no se puede aplicar a todas las manifestaciones del ser humano, en otras palabras, no todo en la vida es negociable, consumible, ni susceptible al mercado. No podemos hacer de la tragedia y el dolor humano, un disfrute mediático o, elegir entre la vida y la muerte de una persona, como quien elige entre el combo No. 1 o No.3 del McDonald’s. Porque si actuamos conforme a estos principios consumistas, haciéndole la guerra a otros países, porque simplemente nos da la real gana o, por prestigio o interés económico, estaríamos cometiendo “un gesto calculado de menosprecio a la vida[2].
La palabra “usuario” se utiliza para definir a una persona que tiene acceso y consumo habitual a los bienes materiales, servicios y tecnologías públicas o privadas. Una persona indigente o un muy mal llamado “niño de la calle”, no pueden ser definidos de tal forma, pero sin embargo, son seres humanos dignos de nuestro respeto y, poseedores de unos derechos intrínsecos a su persona. Porque el hecho de que se encuentren excluidos de la “cultura consumista”, no los excluye de su condición de seres humanos, ni de ciudadanos. Porque estas personas poseen un nombre, una identidad, parentesco, nacionalidad, historia de vida, religión, lenguaje, cultura y forma de comunicación propia, una determinada representación del mundo, que identifica y vincula a esta persona, con el resto de la sociedad.
Un “ciudadano demócrata cultural”, puede sentirse identificado con su condición de ciudadano por medio de la práctica del consumo, pero nunca debe hacer del “consumo” el único valor que condicione dicha ciudadanía. Si hacemos de la práctica del “consumo” un equivalente del ejercicio de la ciudadanía o de la democracia, confundiendo nuestro papel de consumidores con el de ciudadanos, y entendemos que a mayor consumo, más y mejor democracia, estaríamos implícitamente afirmando que en los países con un menor índice de consumo, existe un menor nivel de democracia. De hecho, estaríamos negando de plano, la existencia de la “ciudadanía” y de los “ciudadanos”, en dichos países. Si actuamos de acuerdo con esta “concepción consumista” de la ciudadanía, los países ricos no se cansaran de cometer crímenes y de violar y atropellar los derechos humanos en los países pobres, en nombre de lo que para los primeros significa la “libertad” y la “democracia”. Podemos considerar al “consumo” como un valor fundamental de identificación dentro de las “sociedades globalizadas”, sin embargo, no es lo mismo suponer que dicho valor, sea lo único que establece nuestra condición de ciudadanos, o que sólo a través de la práctica del consumo se pueda actuar o participar públicamente, de hecho, en las sociedades altamente consumistas, hay una mayor abstención política, desinterés y desconfianza por los asuntos públicos y por la política en general, es decir, hay una menor participación activa del pueblo.





[1] García Canclini, N. (1995). Consumidores y ciudadanos: Conflictos multiculturales de la globalización. México, Grijalbo, Pág. 23.
[2] Palabras de un diputado del Partido Nacionalista Vasco, con relación a la actuación de Aznar y el gobierno español, en la Guerra de Irak.

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